Cabreoterapia

Ayer leí en el suplemento de El País un artículo donde un escritor que afirmaba que su médico le había recetado cabrearse para no caer enfermo. Hay que liberar estrés y adrenalina –decía- y para eso uno necesita pillarse un par de cabreos al día. Siendo una cuestión de salud, uno no puede más que aplicarse el cuento.

Esta mañana, en el metro, me he chutado mi primera dosis de cabreoterapia. Nunca he entendido por qué los madrileños no respetan las consignas para subir y bajar del metro. Nunca nadie, en los dos años que he vivido en Paris, se ha subido al vagón sin que la totalidad de los viajeros en su interior hubieran desalojado el habitáculo, o al menos no sin llevarse las miradas de incomprensión de todo el mundo e incluso la bronca de algún gabacho muy digno. Un mecanismo tan simple pero tan lejano del urbanismo colectivo madrileño... Algunos todavía no han aprendido que la prisa mata –y la mala educación, también-. En esta ciudad, a veces, el que no se cabrea es porque no quiere.

Después, como una vez logrado el primer cabreo del día era tontería desperdiciarlo, he pensado en otras cosas que me enfadan bastante y claro, me he visualizado en la oficina donde trabajo… aunque llegados a este punto, he decidido que una cosa es cabrearse y otra ser masoca perdido, y entonces, por compensar la balanza, he pensado en cositas buenas: en mi amigo Ángel preguntándome una y otra vez si me gusta Futurama (la próxima vez le responderé sólo si o no), en mi marido griego y en mi amante griego.

Y entonces me he olvidado del metro, de mi curro y del planeta. Brillaba el sol y sonaba una buena canción... such a perfect day! Y eso también es terapia.

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